Hoy he
salido de la casa, y ha sido difícil por mis dos niñas, la grande y la pequeña.
Pero adelante. Rosario me ha llevado al aeropuerto. Sin problemas en el viaje a
París, y en el de Douala ya empezamos con los retrasos. No es mucho, solo una
hora. Y lo bueno es que a mi lado no se sienta nadie (será que Dios ha querido
compensarme por haberme puesto en el viaje anterior a la mujer más gruesa de
África). Encima, la muchacha del otro asiento me da conversación y agradable
(lo que puedo en francés). Hasta que empiezan a traernos el desayuno y la
muchacha pide vino, almuerzo y más vino, café y más vino, merienda y más vino.
¡Cuatro botellas se bebió la muchacha! Y a partir de ahí, derivando y gritando
en el avión mi nombre, en fin, un espectáculo. Al llegar al aeropuerto le
consigo dar esquinazo para que no me meta en problemas en la aduana, y allí me
está esperando Piedad, con su carrito para mis maletas, que llegan, y en la
puerta, Castillo. Sorteamos a taxistas, portadores de maletas, niños pidiendo y
demás, y nos vamos a casa.
Recuerdo
todo lo que veo, todo está igual. Bueno, todo no. La cuesta de acceso al barrio y a la casa, está todavía peor.
Ya en
casa, me acomodo, saco los materiales, las ropas de bebé para repartir y coloco
las mías. Empiezan las visitas, a cenar, y como siempre uno extraña las camas,
pues a ver quien duerme con los cánticos exteriores y la música. Pues yo. No
hice nada más que tumbarme y dormir. Hacía tiempo que no dormía tanto.
Así que
mañana será otro día
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